Mi viaje a Durango

Hoy que es hoy, la cordialidad de Durango vive dentro de mí…

Está amaneciendo frente al parque Guadiana, un pedacito de bosque en pleno centro de la ciudad de Durango. Entro por los senderos muy despacio, siguiendo los pasos de mi guía que conoce cada rincón del lugar, que reconoce el sonido de la voz de cada ave, el árbol que le alimenta, el entorno en el que anida. Nos detenemos en un rincón para observar atentas el parpadeo de unas alas …

Desde el teleférico miro de lejos el parque, las cúpulas de las iglesias, la estructura ordenada de la ciudad, y Wallaneders, el restaurante de lunches de carnes frías y quesos al que me apresuro a llegar apenas bajo. Cierro los ojos con cada bocado y todavía puedo ver el patio de piedra y la mesa de hierro forjado y el árbol que me da sombra y comprendo que es el todo, y no una parte, lo que deleita mis sentidos y me conforta cada día que no es como cualquiera.

De una experiencia religiosa a la próxima, me encuentro frente a la catedral. Entro en silencio, escucho la misa cantada que vincula a los fieles con su espíritu, con su creencia, con su historia. Escucho la pared que se abrió de pronto dejando salir al diablo para darle un susto a un que pensó que lo merecía.

El fresco de la tarde me acompaña a explorar las construcciones sólidas que se asientan sobre la ciudad. En museo de Zapata me retrato junto a un cañoncito que vive en el patio de atrás y salgo a tomar el pequeño camión que me lleva hasta el centro de convenciones. Vivo en los jardines, en los murales, en los pasillos que han estado ahí por más años de los que yo puedo acordarme y decido quedarme para amanecer de nuevo junto al parque.

Las fotos de esta aventura están perdidas en una carpeta que vive en lo más profundo de mi compu, así que aproveché la magia del Creative Commons y tomé prestada una foto de Microstar (CC BY-SA)