Hoy que es hoy, la sensualidad de Kantemó vive dentro de mí…
Se está poniendo el sol cuando llego a la estación en que nos saludamos alegremente y nos preparamos para subir a la cueva. Ajusto el asiento de la bicicleta, la lámpara pegada al casco y las correas de la mochila, cruzo la carretera y entro al sendero que corta la selva quintanarroense y que huele a savia y suena al compás del pedaleo.
Mis piernas se tonifican en cada pendiente y se relajan en cada declive. La penumbra va llenando el entorno de incógnitas, y la bóveda rocosa que sirve de entrada a la caverna me invita a imaginar el mundo subterráneo que la contiene. Es preciso ponerme el tapabocas y los guantes para proteger mis intentos, cada minuto salen más y más murciélagos volando en círculos sobre nuestras cabezas y desaparecen entre los árboles que se han convertido en sombras erguidas y misteriosas. Penetro en la cueva detrás de mi guía.
Las estalactitas y estalagmitas producidas por el agua que se filtra despacio a través de las ligeras fisuras de las rocas me recuerdan que el arte de construir el entorno que me rodea ha tomado el tiempo necesario, que el transcurso de la creación es un vaivén permanente. Me arrastro por una rendija para llegar a la próxima cámara, en que las mamás murciélago, colgadas del techo, amamantan a sus pequeños críos hasta que sus alas están listas para emprender el vuelo.
En silencio, inmóviles y atentos, esperamos que las serpientes se asomen por los recovecos de las rocas y cuelguen sus largos cuerpos sigilosos para esperar a un murciélago despistado que les sirva de cena. Cada especie tiene una función y un apetito, cada instante un sentido y un motivo. A media noche, después de reconocer a las anguilas y camarones ciegos que nadan en las transparentes aguas de la caverna, regreso a la comunidad a comer salbutes preparados al calor del carbón y duermo tranquila arrullada por la noche.