Hoy que es hoy, el brillo de San Cristóbal vive dentro de mí.
El día comienza andando entre las callecitas empedradas de los barrios, desde donde saboreo las casas pintadas de colores y las flores que se asoman por los balcones.
Curioseo entre los bordados, las joyas, las piezas de madera y barro, el parloteo de los altares que aparecen retozando desde los aparadores y los anaqueles de los comercios locales.
Leo la dicha del mundo sentada plácidamente en una banca de hierro forjado, sembrada bajo la sombra de los inmensos árboles que habitan el parque, animada por los niños que sonríen, corretean, miran, cantan, juegan.
Me detengo por allá para sorber el aroma de un café de Chiapas y disfrutar del clima fresco que baja de las montañas.
Mis ganas de ser se incendian con el brillo de la Catedral, que refleja sin prisa el sol de la tarde, que reconoce las procedencias de los indígenas que comparten la plaza comparando los vestuarios que varían de grupo en grupo, que llama a misa a los fieles y que convoca desde siempre las manos de los artistas.
Subo paso tras paso la escalera de piedra que conduce al Templo de San Cristóbal. Admiro la ciudad bajo mis pies y gozo la silueta de la cordillera que contrasta con el cielo.
Sueño despierta y me dejo seducir por un restaurante coqueto que convoca mis pasiones. Voy a quedarme otros días para ser de nuevo parte de la incansable ciudad coleta que resplandece orgullosa sobre el fértil valle en que habitaron primero los tzoltziles y los teztzales, y que hoy es un mosaico de culturas de todo el mundo que la han elegido para modelar su hogar o para acompañar su viaje.