Hoy que es hoy, la frescura de Winika vive en mí…
Tomo un taxi en el centro de Palenque y recorro un par de kilómetros por la carretera bordeada de selva chiapaneca, hasta llegar a la señal que indica que entremos al monte por un camino de tierra bien cuidado que nos lleva a Winika, un hotelito familiar y armonioso, que la familia Hernández ha bautizado como lugar de convivencia eterna con la naturaleza.
Los enormes árboles que nos cubren apenas deja pasar los rayos del sol para formar abanicos de luz que nos guían hacia las cabañas de madera cuidadosamente dispuestas.
La calurosa bienvenida de los anfitriones me hace sentir querida y vivo con ellos el entusiasmo del sistema de reciclaje de agua de la alberca, que fluye sin cesar hacia los estanques de lirios y plantas acuáticas, que la limpian, sin ensuciarla con químicos que destruyen la vida.
Se me antoja un chapuzón transparente y refrescante, que renueva mi confianza en el futuro.
Exploro los corrales de borregos peliguey, codorniz, conejo y patos, y los huertos orgánicos de sandía, pepino, jamaica y tomate proveen viandas que se mezclan con otros ingredientes de la región para crear una cocina que promete ser creativa y deliciosa.
Me deleito con la botana de malanga y plátano que acompañan la limonada aderezada con hierbabuena, con los ravioles de hongos, con el huachinango dorado, con la ensalada de semillas y un café que despierta mis ganas de seguir y de hospedarme en Winika, que se está convirtiendo en un lugar favorito para los holandeses que visitan Palenque. Me divierte la vida.